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martes, 29 de marzo de 2016

Hijos de la ruina

Es hora de recapitular las hostias que me ha dado el tiempo
NACHO VEGAS

Somos hijos de la ruina,
de la leña olvidada por el fuego.
De la piedra lamida por el olvido.

Herederos del polvo,
cómplices del piano abandonado
en el escondrijo desafinado de los acordes del tiempo.

Somos paupérrimos compases de la calle,
distorsionadas y eólicas frecuencias del viento,
torpes aprendices de la lluvia.

Somos tenaces supervivientes de la debacle,
valientes defensores del sonido y su silencio,
hijos, herederos,
legítimos defensores de la ruina,

donde siempre se refugió el amor.



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miércoles, 23 de marzo de 2016

¡Brindis por Genarín!





Por la gente que hace vino,
por los bares que lo venden,
por los que dejan propina
por los que cuando lo beben
ensalzan las amistades,
elogian a su pueblín,
cantan jotas leonesas
recuerdan a Genarín.
¡Por ti brindamos, Genaro!


lunes, 21 de marzo de 2016

Por los siglos de los siglos

Por los siglos de los siglos

A Rita Maestre
y demás víctimas de las habituales cazas de brujas contemporáneas.


I

—¡Es inaceptable!—gritó visiblemente aceptado el inquisidor—. ¡Esa mujer es una bruja y ha de ser castigada como tal! Se cuentan por cientos sus seguidores. Ayer la guardia hubo de intervenir en un aquelarre en el burdel del Burgo.
—No os alteréis—respondió el gobernador sereno pero con rostro preocupado ante la responsabilidad que caía sobre él—. No eran cientos, sino decenas. Y según el informe del capitán de la guardia, en el burdel simplemente corrió el vino más de la cuenta. No me relató ninguna práctica propia de un aquelarre.
—Con el debido respeto, gobernador, os ponéis de su parte defendiéndola. De parte de la blasfemia. Sabéis tan bien como yo que en el burdel del Burgo, a altas horas de la madrugada y en fechas sagradas, se realizan infames rituales propios únicamente de partidarios de Satanás. Y ella es quien los convoca.
 —Es una pecadora, sin duda, como las demás—habló con empatía el gobernador—y por ello en Semana Santa todas serán conducidas al Convento de Arrepentidas, donde se les hablará con insistencia de María, la que tuvo en sus brazos al que todo lo sustenta buscando su arrepentimiento y su rectitud, como se hiciera recientemente en las Candelas. Juzgar su alma es asunto de Dios.
—Tal vez no fueseis informado, gobernador—prosiguió con más calma el inquisidor, consciente de que su argumento terminaría por convencer a su interlocutor—, de que en las Candelas, ella, precisamente ella, de quien hablamos, mostró uno de sus senos a Monseñor Alonso tras la celebración de la Santa Misa. En la capilla, gobernador. Ante los ojos de Dios Todopoderoso.
—En efecto, no fui informado—respondió confundido—pero me surge una pregunta, pues conozco bien las debilidades de Monseñor Alonso ¿quien decidió que fuese precisamente él quien oficiase una misa para esa clase de mujeres?
—También asistieron las hermanas del convento—continuó el inquisidor tratando de ocultar la indignación que le asaltaba ante la actitud del gobernador—. Mas no es mi competencia juzgar a Monseñor, sino castigar la herejía.

El inquisidor, con un gesto chulesco con el que realzó su soberbia, extendió un pergamino que llevaba en la mano, se lo mostró al gobernador, y leyó en voz alta:

—Ha llegado a nuestros oídos que gran número de personas de ambos sexos no evitan el fornicar con los demonios, íncubos y súcubos; y que mediante sus brujerías, hechizos y conjuros, sofocan, extinguen y hacen perecer la fecundidad de las mujeres, la propagación de los animales, la mies de la tierra.
—¿Brujería?—preguntó asombrado y preocupado el gobernador con la templanza que le caracterizaba—¿Pretendéis acusarla de bruja?
—Os noto perplejo, gobernador—prosiguió con malicia el inquisidor enrollando de nuevo el pergamino con delicadeza—. Pero estas palabras de la bula Summis desideratis affectibus que su excelencia el Papa Inocencio nos legó recientemente, han de ser tenidas en consideración en estos, nuestros cristianos reinos.


II

—¿Se quitó la camiseta y se quedó en sujetador? ¿No le parece una falta de respeto a los demás?—preguntó el inquisidor.
—Un torso desnudo no tiene porqué ser algo ofensivo—respondió con serenidad la bruja.
—¿Escuchó usted que se dijo allí "contra el Vaticano, poder clitoriano" o bien "el Papa no nos deja comernos las almejas"?—prosiguió el inquisidor aferrándose a cualquier argumento con el que demonizar las intenciones de la anecdótica protesta en la que varios años antes había participado la activista.
—No recuerdo la literalidad de lo que allí se dijo—sentenció ella.

"Rasguémonos las vestiduras cuando observemos que nuestro corazón está incapacitado para el perdón. No nos rasguemos las vestiduras cuando nosotros, a lo mejor de otra manera, hemos hecho cosas similares." Las palabras conciliadoras del arzobispo de la diócesis no fueron suficientes para el inquisidor, que tenía clara la sentencia. Se trataba de una bruja, y a las brujas hay que castigarlas por herejes. Aquella falta de respeto había ido muy lejos y era necesario ejemplarizar. Tenía que quedar claro dónde residía el poder. ¡Una protesta pacífica en una capilla prácticamente vacía de una universidad pública en un país aconfesional era un asunto propio de quien pacta con el mismísimo diablo!

III

Una densa columna de humo se alzaba hacia el cielo gris que amenazaba lluvia. El silencio se había apoderado del espacio que unos minutos antes ocupaba la multitud.

—Estará satisfecho—se dijo a sí mismo apenado el gobernador mirando por una de las ventanas de palacio que daba a la plaza en la que había ardido la bruja.

Notó una presencia. Se giró. El inquisidor estaba en la puerta. Tranquilo. Con la impasibilidad que le caracterizaba.

—Nuestro señor Jesucristo dijo en la cruz: "Padre, perdónales porque no saben lo que hacen"—dispuso notablemente afectado el gobernador.

El inquisidor esbozó una sonrisa maliciosa, dio un paso al frente. El olor a humo y a leña quemada impregnaba el lugar.

—Gobernador—dijo mostrando una flauta de madera que llevaba en la mano—hemos encontrado en la estancia de la bruja instrumentos y muñecos que parecen sacados del infierno. Sabemos que estaba vinculada con unos juglares, poetas y comediantes. Según las últimas investigaciones, al menos uno de ellos tenía sangre judía. 
—Por los siglos de los siglos—concluyó el gobernador con la mirada perdida en las cenizas de la plaza, sofocado y derrotado ante la hoguera incombustible y eterna que avivaba sin pudor la arrolladora maquinaria del poder.
—Amén—sentenció el inquisidor.

Auto de fe de la Inquisición (Francisco de Goya)

Carlos Huerta Mínguez